
Acababa
de llegar a la cima. Casi no había tenido tiempo de saborear la
sensación de plenitud, ver los agradables paisajes, paladear la
felicidad, sentirse dichosa por el hito conseguido. De repente,
mientras abría al cielo los brazos casi extasiada de tanta dicha, el
suelo empezó a temblar. Se derrumbó un pedazo de la montaña que
tan sólida creía. Intentó aguantar trozos de esa tierra que se
desvanecía pero no lo consiguió. Cada hora que pasaba quedaba menos
espacio donde aguantar arriba en la cima. Permanecía de pie, quieta,
paralizaba por lo imprevisto.
El
último desprendimiento la arrastró. Empezó a rodar colina abajo.
Su alma se iba rompiendo en miles de pequeños trocitos como los
jarrones chinos al chocar contra el suelo, pero consiguió recoger
los pedacitos de su alma a medida que se caían. Los cogía fuerte en
su mano mientras su mente le repetía "Nada te turbes, nada te
espante, todo se pasa, Dios no se mueve, la paciencia todo lo puede".
Ceso la caída. Pudo pararse en un pequeño rincón entre la maleza.
Permaneció allí durante la noche. A la mañana siguiente
continuaría el descenso pero esta vez a su ritmo. Miró por última
vez la cima inalcanzable y se durmió abatida por el cansancio.
Despertó
con los rayos del amanecer acariciando su cara. Se sentía cansada,
débil, famélica de calor humano. Ya no había desprendimientos en
esa parte de la montaña aunque seguían en la zona este. Bajó y
bajó pero esta vez asegurando sus pies en el suelo antes de dar un
pie en falso. Descansaba a menudo. Miraba a su alrededor. Se llenaba
del sonido de los pájaros, del verdor de los árboles. Se estaba
bien en esos páramos solitarios recién descubiertos en su interior.
Abrió la mano que aún aguantaba fuerte los pedacitos de su alma
rota, los depositó dentro de una cajita diminuta para evitar que se
perdiera todo su ser. Ya llegaría el momento que empezaría a
pegarla dulcemente. Sabía que quedarían grietas, siempre quedan
esas líneas finas cuando pega algo que se rompe aunque lo haga con
mucho cariño. Pero no importaba. Las grietas embellecen como las
arrugas. Son un signo del vivir.