Después de leer al amigo Pepe Cahiers en su post de hoy me ha venido a la mente otro post que hace algún tiempo mi amigo natsnoC colgó. En los dos se toca de frente un tema que parece tabú en nuestros días, un tema del que no hablamos normalmente. Tendemos a esquivarlo como si no fuera con nosotros. A pesar de ello, hace unos días que le doy más vueltas de lo habitual. No acababa de animarme a hacer un post sobre la muerte, pero ya que estamos en estos días, casi me lo permito.
A veces vivimos la vida como si fuéramos inmortales, a veces pecamos de pensar que seremos eternos. Me atrevo a pensar que todos nos hemos imaginado alguna vez a nosotros mismos con 80-90 años en vida, como si esa visualización fuera una tarjeta de embarque a una plácida vejez. Vivimos como si no tuviéramos fecha de caducidad y esa sensación es la que nos permite hacer planes, encauzar la vida presente hacía un futuro diseñado por nosotros mismos. Sin esa sensación de “voy a llegar” no nos moveríamos de donde estamos ahora mismo.
A veces la muerte, esa gran señora, nos roza, se acerca y se sienta a nuestro lado un rato para compartir con nosotros una larga conversación y en ese mismo instante que la vemos de frente somos capaces de imaginar nuestra vida sin un mañana, una no vida donde las luces dejarían de encenderse a la mañana siguiente. Nos volvemos “conscientes” de nuestra fugacidad y hasta cierto modo de lo frágil que puede llegar nuestro cuerpo a pesar de saber que es la máquina más perfecta de la creación.
Cuando llegamos a ser consciente de que la vida va unida a la muerte, cuando nos atrevemos a sentir esa sensación dentro de nuestro ser, de repente nos invade el agradecimiento. Ya no existen las prisas por llegar a ninguna parte porque uno es consciente de que ya ha llegado donde tenía que llegar. Aparece la serenidad y se va el miedo. Uno entiende que respirar cada segundo es un milagro que puede acabar en cualquier momento. Ninguno de nosotros sabe cuando dejará de bombear nuestro corazón y esa incógnita lejos de aplacarnos nos ayuda a vivir más plenamente a la vez que pausadamente el “aquí y ahora”. De repente uno echa de menos envejecer, echa de menos que se le arrugue la piel y el alma.