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27 de julio de 2011

¿El máximo lujo?


 
Cada mañana al despertar la vida nos hace un regalo. Es una cajita envuelta con un lazo rojo, la abrimos y dentro hay el tiempo en forma de horas que  el día que acaba de empezar nos brinda. Todos tenemos, cada amanecer,  las mismas 24 horas de tiempo delante de nosotros, pero cada uno de nosotros decide en qué invertirlas. Esta elección es personal e intransferible que nos iguala a todos los humanos libres; el poder de decidir que hacer con nuestro tiempo, en que utilizarlo. Esta elección diaria construye sin lugar a dudas, los pilares de nuestra existencia. 

Si de algo sirve el verano es para ralentizar los ritmos. En mi caso reconozco que las vacaciones escolares me han dado la oportunidad de pensar que al único sitio que tengo que llegar puntual es a mi trabajo y esa sensación es sumamente liberadora.  Es un preludio a la sensación de libertad horaria que sentiré cuando finalmente tenga vacaciones laborales, cuando podré sentirme libre de decidir que hacer en cada momento del día. Lo decía Isabel Coixet en un anuncio que leí el otro día en el periódico ¿El máximo lujo? ¡Hacer lo que te dé la gana en cada momento!  Tal vez eso es posible los días que tenemos vacaciones. El resto del año, al menos en mi caso, es difícil Hacer lo que me da la gana pero lo que si que es sencillo es Pensar lo que me da la gana y ahí, dentro de mi mente, me siento totalmente dueña de mi tiempo y por tanto de mis días, de mi vida y de mi existencia. 

Mi máxima, ahora mismo, para conseguir sentirme dueña de mi tiempo, es vivir el momento presente. Sin querer atraigo a mí historias que me lo recuerdan. Os dejo con una de ellas que es simplemente deliciosa.

Cuenta una historia que hace unos años, el sabio filósofo chino Confucio animó a uno de sus discípulos a caminar con él por un bosque. Mientras el maestro paseaba silbando distraídamente, observando con atención los árboles y los pájaros con los que iba cruzándose por el camino, su acompañante estaba nervioso e inquieto. El bosque se le antojaba oscuro y peligroso, y no tenía ni idea de adónde se dirigían. Tras varias horas de caminata y harto de esperar, finalmente el discípulo rompió su silencio y le preguntó: “¿Maestro, adónde vamos?”. Confucio se paró y giró en seco para mirar a los ojos de su acompañante. Y con una amable sonrisa dibujada en el rostro, le contesto: “Ya estamos”

19 de julio de 2011

Viento del este, viento del oeste. Sé lo que pido




Este relato cayó en mis manos hace unas semanas pero en ese momento no le di mayor importancia, supongo que no era el momento adecuado ni el lugar adecuado.  Hoy ha regresado a mí y simplemente le he dedicado la atención que se merecía. Al leerlo pausadamente me ha susurrado que era un relato para mi sección Vientos del Este, Vientos del Oeste. A veces solo es necesario escuchar el sonido del viento para saber el camino a seguir.
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Si tuviera que hacer un listado de palabras o sensaciones relacionadas con la India me vendrían a la mente; Taj Mahal y el amor eterno, Ganges, país inmenso, pobreza, sonrisas de bombay, Buda, colores vivos, cultura milenaria,  reencarnación,  las castas , Gandhi y la No violencia entre otras.

Una mujer fue con su hijo a ver a Gandhi. Gandhi le preguntó que quería y la mujer le pidió que consiguiese que su hijo dejase de comer azúcar, que comía tanto que estaba empezando a hacerle daño. Gandhi le contestó: "Traiga usted otra vez a su hijo dentro de dos semanas". Dos semanas más tarde la mujer volvió con su hijo. Gandhi se volvió hacia el niño y le dijo: “Deja de comer azúcar”. La mujer muy sorprendida le preguntó: "¿Por qué he tenido que esperar dos semanas para qué usted le dijese eso? ¿No podía habérselo dicho hace quince días?" Gandhi contestó: "No, porque hace dos semanas yo también comía azúcar".

5 de julio de 2011

Relatos Enlazados. Las cuatro puertas




Las cuatro puertas

Desconocía la procedencia de esas cartas. Habían aparecido atadas con un lazo rojo dentro de un sobre marrón, en el buzón de su casa la semana pasada. Ninguna nota dirigida a ella. Solo hojas blancas  llenas de palabras de amor,  escritas en puño y letra muchos años atrás por un hombre comprometido con la  causa, cuyo corazón pertenecía a una bella dama.
Irene no sabía por qué habían llegado a ella esas cartas. Se convertían en una incógnita más dentro de su vida ya de por si llena de enigmas. Empezaban a ser demasiados los déjà vu que se cruzaban en su vida. A épocas los observaba con insistencia,  a épocas los ignoraba queriendo solo arrojarlos al mar del olvido. Últimamente esas imágenes que aparecían en su mente sin previo aviso, evocando otras vidas, persistían con una claridad abrumadora pero lejos de molestarse había aprendido a guiarse por sus corazonadas. Acumulaba objetos misteriosos en la buhardilla de su casa, no sabía porque lo hacía pero necesitaba tenerlos cerca. Acudía a conferencias de historiadores ilustres, de filósofos relevantes y reputados psicólogos sin conseguir encontrar el sentido a todo aquello que últimamente le ocurría. Era como si su vida no encajara bien es ese lugar, como si le faltara una pieza del rompecabezas para conseguir que todo tuviera sentido. Recordó claramente aquél día que estaba ojeando libros en su librería preferida. Sus manos se deslizaron instintivamente sobre las guías de viaje de Australia. Abrió una al azar y vio la imagen de un mapamundi al revés. Justo en ese momento intuyó que aquel era el objeto que tenía que ir a buscar esta vez.  Al salir del trabajo aquella misma tarde, mientras esperaba que  el semáforo se pusiera verde, un chico de rasgos orientales le ofreció una invitación para ir al  circo que había acampado en las afueras de la ciudad. La foto de un enano saltarín le invitaba a acudir. De repente supo que esa era la palabra clave.  
Se acercaba la hora azul, aquel momento del día en que el cielo cambiaba de tonalidad rojiza a cobalto,  justo cuando el sol se esconde en el horizonte. Era su hora mágica. Casi mecánicamente Irene cogió su móvil y escribió “Enano Saltarín” en Google Maps. Al instante apareció un icono rojo que le indicó donde estaba la puerta más cercana. Tanto daba en que punto o lugar del mundo se encontrara, sabía que cerca, muy cerca de ella, siempre existía una puerta oculta que solo ella podía vislumbrar. Hoy la encontraría a la derecha dos calles más abajo. Allí le esperaba de nuevo el acceso a ese lugar inmutable en el tiempo.  Se dirigió con paso firme hacía donde el icono rojo le indicaba,  acelerando  el paso como si tuviera miedo de que la puerta desapareciera de repente.  Al girar a la derecha un aire fresco ondeó sus cabellos largos, entrecortando su respiración. Palpó en el bolsillo de su pantalón una aventurita verde del tamaño de una nuez que hacía tiempo que permanecía allí sin saber cual era el motivo.  Sonrió al notar el mapamundi al revés del SXIX made in Australia entre  sus manos. Encontrarlo le había ocupado más tiempo de lo previsto pero finalmente lo tenía en su poder. Vio a lo lejos “Enano Saltarín”, empujó la puerta y entró en ese lugar mágico que tanta paz le producía. El barullo de la gente, el olor, el sonido de una melodía de fondo trasmitía la sensación de que nada les importaba a los allí presentes salvo permanecer. Se sentó en una mesa triangular y depositó el mapa encima de ella. No se sentía perdida, ni aturdida, ni fuera de lugar. Palpó su bolsillo y notó como su piedra verde se había convertido en blanda plastilina, esa era la señal de que había conseguido de nuevo entrar en otra dimensión paralela. Un señor de panza prominente se le acercó.
- ¿Te pongo lo de siempre? – preguntó Carloto
- Sí, gracias – respondió Irene sabiendo que un licor verde aparecería delante de ella. Al probarlo notó como un sabor dulzón le activaba recuerdos de otro lugar lleno de risas infantiles. Levantó su mirada, vio como un hombre de cabello oscuro y rasgos fuertes se acercaba a ella con paso firme y decidido.
- ¿Lo has encontrado? ¿Has conseguido el mapa? ¡Es perfecto!. Ahora seguro que conseguiremos salvar la situación- le dijo aquel hombre enigmático mientras la besaba en los labios. Supo que no era la primera vez que la besaba  aunque  no consiguió recordar cuando había sido la última. Los contertulianos de la mesa del fondo le reclamaron por lo que Alonso Monteverde y Plaza, trotamundos y soñador,  acudió hacía ellos sin dejar de sujetar el mapamundi entre las manos.
Irene se limitó a fundirse entre los presentes. Compartió conversación con Urshak, un mono parlanchín que le explicó los últimos chismes entre los asiduos de ese lugar mágico y así descubrió que Leonardo en los últimos tiempos, se dedicaba a pintar mujeres desnudas mientras su amada Jimena seguía ejerciendo el oficio más antiguo del mundo. Le contó que el boticario Floro había conseguido frenar las hemorragias de los heridos con solo posar sus manos encima de ellos, como si de un poder enigmático se tratara. Le comentó que la joven Grudun suspiraba por salir de ese lugar pero que no se atrevía a cruzar ninguna de las cuatro puertas color parchís que franqueaban la taberna del resto del mundo.
Pasaron los días como si de horas se tratara. Entablaba conversación con todos, a la vez que ayudaba a servir mesas a Carloto. Jugaba partidas interminables de cartas mientras se reía de las anécdotas más disparatadas que nunca había oído, aunque su auténtica debilidad eran las tertulias de los allí presentes, cuando se debatía que habría realmente detrás de las cuatro puertas misteriosas que nadie se atrevía a franquear. Alonso ya no podía frenar más su curiosidad,  quería salir de allí a pesar de notar que estaba donde siempre había deseado estar. Él sabía que por aquellas puertas de colores intensos solo se conseguía salir pero nunca regresar, a pesar de ello, la mezcla de miedo e incertidumbre que sentía no conseguía aplacar sus ansias de saber más.
Simplemente ocurrió. Un día Irene supo que debía partir de allí y no lo dudó demasiado. Sin intención de despedirse miró las cuatro puertas, palpó su aventurita  y decidió que escogería la puerta verde intenso. No tenía nada que recoger, tan solo terminó la partida de cartas que estaba jugando, se bebió el último sorbo de licor verde que había en su pequeño vaso, le miró intensamente a los ojos hablándole sin decir nada y se fue siguiendo las indicaciones de su alma viajera.  Él la siguió sin ella notarlo y justo en el instante en que Irene abrió la puerta verde,  Alonso le cogió la mano. Al otro lado apareció delante de ellos un mar en calma color azul turquesa con finas arenas blancas. Al fondo barcos que zarpaban hacía tierras lejanas. Murmullos de gente en el puerto. Casas de madera y niños pescando peces con las manos. Irene palpó con una mano su piedra preciosa notando como su tacto volvía a ser consistente. En la otra mano notó la mano de Alonso y sonrió.  Le gustaba la idea de haber saltado juntos a otra dimensión. Era un buen lugar para descansar antes de empezar una nueva aventura que la vida seguro les brindaría. 

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Me enorgullece especialmente formar parte de este proyecto conjunto  “Relatos Enlazados” que tan buena acogida está teniendo entre todos los participantes. Personalmente me he sentido fluir “creando” este relato y como dijo Mozart,  en una carta escrita en 1789  hablando de lo que sentía cuando componía,  “Todo esto enciende mi alma”
Me pasó el testigo desde Argentina,  la incansable viajera,  Desde el auto,   The Driver y en mi caso, se lo cedo a Miquel Zueras, señor de Borgo, el paso que conduce al castillo de Drácula, justo allí donde el cochero tira de las riendas y dice “Ya no voy más allá”.